A 90 minutos de cumplir los 50, me volví solo a casa con mis auriculares puestos. Despedí mis 49 años en una boda a unos kilómetros de mi apartamento en Ankara, de allí salí temprano con unos amigos para seguir con cerveza y rakı en un apartamento a diez minutos de mi edificio. A la una y media me fui de la fiesta para volver a casa. Al salir del apartamento, me puse los auriculares y puse play a mi música. No sabía cuál sería la rola que mi iPhone me pondría, pero sería la rola que comenzaría el soundtrack de mis 50.
Era “Latinoamérica” de Calle 13.
Con esa rola me fui caminando bajo los árboles que bordean mi calle en este barrio al margen de la capital turca donde viviré por el próximo año. Antes de llegar al complejo de edificios donde vivo, me paré bajo una farola y miré a mi rededor. Miré a los edificios de apartamentos casi todos con las luces apagadas; a las tiendas cerradas del pequeño centro comercial que está al cruzar la calle; a los pocos carros que transitaban; al sitio de taxis que está al lado del parque; a las construcciones nuevas que avanzaban por las colinas y daban la sensación de que la ciudad crecía de noche —es verdad, a veces cuando me despierto por la madrugada y me siento al lado de la ventana, creo que puedo oír la ciudad crecer.
Pensé en las rutas que me habían traído a vivir a Turquía. Pensé en mis conexiones a casa y a mi familia y a mis amigos, todos en continentes diferentes, en países distintos y husos horarios múltiples. Pensé en las historias que nos conectaban, que nos unían como comunidad. Pensé en las canciones que cantábamos y que forman parte del soundtrack de nuestras vidas.
La mía es una comunidad unida por relatos, enhebrada a través de la distancia y bordada por la historia, encuadernada en un libro que viaja conmigo. Y es así porque la itinerancia es la historia de mi cuerpo.
En Turco, la palabra para nómada es “göçebe,” pero acá lo que me llaman no es eso sino “yabancı,” extranjero. Hace una semana, mientras viajaba en metro desde el centro de la ciudad a mi vecindario, un hombre me hizo una pregunta. Creo que me pidió cómo llegar a algún lugar. Le contesté que no sabía hablar Turco y el señor se me quedó mirando como si no me creyera. Es algo que siempre me pasa acá, siempre se piensa que soy Turco. Los únicos que reconocen que no lo soy, son los vendedores de alfombras en Estambul. Cada vez que paso por la zona del bazaar donde están, me preguntan si quiero comprar una alfombra. Lo raro es que siempre me hablan en Español, que aunque sea mi “otro idioma” también allí me siento yabancı (como también lo siento en inglés). En un vuelo de Munich a Estambul, un señor a mi lado insistía constantemente que yo sabía hablar Turco y cada vez que le contestaba que no le entendía, miraba a su rededor y hablaba a otras personas señalándome como si les dijera, Qué se cree éste, no quiere hablar su idioma natal! Al final aceptó que no era Turco y me regaló una mascara para dormir. El hombre en el metro me miró un rato y finalmente alzó los hombros y anunció a los que estaban a nuestro rededor, “Yabancı.”
Contesté, “Evet (sí), yabancı.” Extranjero soy en muchas partes.
Ser göçebe sería la historia de mi cuerpo, pero tal vez la historia de mi lengua es siempre ser yabancı. O como dijo Derrida una vez en una charla que dio en UCSB, “la lengua en que les hablo, no es mi lengua. Pero es mi lengua” La lengua en que escribo esto no es mía, pero lo es.
Cada nueva década pide una reflexión, a taking stock, un ajuste de cuentas y una implantación de metas para lo que viene. 50, como 25, pide, tal vez una reflexión más profunda, un llamado a todo lo que hemos visto y vivido, pide un bearing witness, un testimonio de lo que hemos vivido y un testamento para lo que vendrá.
Parado debajo de esa farola a la 1:30 de la mañana, en mi calle silenciosa en un barrio al margen de Ankara, pensé en las rutas y las raíces, en nuestras bandas sonoras personales que llevamos grabados en nuestros corazones, en las formas —visibles e invisibles— que dibujamos en nuestras relaciones, en la itinerancia que llevaría a uno a cambiar de país y de lengua —y de comportamiento social y de historia— en los senderos secretos del corazón y la necesidad de la comunión y de la comunidad.
En una cena, una amiga me preguntó que era lo que esperaba para mis 50. Pensé en posibles respuestas: alcoholizarme más, bajar de peso, ser menos pendejo, ser menos nerd, sentirme menos solo. Contesté: Aceptar todo lo que me viene. Y para que eso no sonara tan fatal, añadí, Y mejorar mi turco para contestarle a la gente en el metro.
A ver, 50, vamos a ver lo que me traes.
“Vamos dibujando el camino
Estamos de pie
Vamos caminando
Aquí estamos de pie.”
—Calle 13, “Latinoamérica”